Un día de suerte
Mis padres me enseñaron a ser buena persona. Me enseñaron a ser agradecida, a hablar con educación a todo el mundo, a no imponerme y a evitar confrontaciones. Cuando esto era realmente difícil, debía confiar en que una especie de justicia divina premiaría mi bondad. Mi sensación siempre fue que a esta enseñanza, aunque loable, le faltaba la letra pequeña, el addendum con los casos en los que no aplica esta ley moral. Porque ser bueno, como diría Kant, es algo racional que implica una voluntad de hacer lo correcto, pero que no te obliga al silencio, ni a la sumisión, ni siquiera te exime de luchar por lo que es justo.
Hoy pensaba sobre esto de camino a la Oficina de Empleo o SEPE. Tenía cita para reanudar mi prestación contributiva por despido improcedente, una ayuda económica que había congelado para probar suerte durante un año y medio como autónoma. Me correspondían dos años de paro, de los cuales solo había consumido nueve meses. La cita era a las doce y media, pero a las nueve y doce minutos me llamaron ellos por teléfono. La persona al otro lado afirmó que de esta forma me ahorraría el desplazamiento hasta la oficina. Mi instinto se puso en guardia, pero le atendí, expliqué mi asunto y esperé pacientemente a que consultara una duda sobre mi expediente. Minutos después me volvió a llamar para darme la gran noticia: mi prestación se había "extinguido", no tenía derecho a cobrar nada. Lo escuché entre incrédula y desesperada. Pero solo pregunté: ¿está usted seguro?
Era imposible. Yo no había dado un solo paso burocrático sin consultar a abogados, gestores y oráculos de todo tipo. La respuesta del anónimo funcionario fue rápida, a la defensiva, como si no fuera parte de su trabajo dar explicaciones. ¿No hay nada que yo pueda hacer?, pregunté a punto de perder los nervios. La noticia no era un jarro de agua fría, sino una viga de hielo golpeándome en la nuca. No tenía un plan B. ¿Cómo podía pasarme algo así? Traté de buscar un asidero mental para no desmayarme. Antes de colgar, el hombre del SEPE me sugirió que buscara empleo; ese era el mejor consejo que podía darme.
Inmediatamente marqué el número de mi gestora. No contestaba y le dejé un mensaje. Ella sabría lo que hacer, todo se arreglaría, seguro era un error. La burocracia me había jugado malas pasadas antes, pero tenía fe en esa justicia divina. Yo había hecho lo correcto desde el principio, me había asesorado, había tomado decisiones de buena persona que no cuestiona los avatares de la vida. Había confiado en el sistema y en mis propias fuerzas. Me había equivocado. Mi primera reacción fue sentirme tremendamente desgraciada y llorar. Era una de esas ocasiones en las que te das permiso para llorarlo todo.
Por fin conseguí hablar con mi gestora, que me pasó artículos sobre la ley de prestaciones contributivas; preguntó a sus colegas y trató por todos los medios de conseguirme una nueva cita, lo antes posible, porque al atender la llamada telefónica, mi cita presencial de ese día había sido cancelada. Tenía derecho a una reclamación, a recurrir, a poner una queja, como mínimo a ser informada de la letra pequeña que yo, inconsciente de mí, había ignorado. Así que me enjugué las lágrimas y me quité el hábito de estar por casa. «Como te ven te tratan», decía mi madre. Me planté en la oficina después de media hora de trayecto en coche, sin parar de darme ánimos a mí misma mientras contemplaba los encinares que rodeaban la carretera, y los prados que parecían sembrados de esmeraldas.
Cuando llegué a la oficina, me pidieron que esperara, que enseguida me atenderían. Eso fue inesperadamente amable, así que di las gracias con una sonrisa sincera y esperé de pie, atenta al funcionario que me habían señalado. Por fin, después de escuchar sin querer las circunstancias del desempleado que me precedía, me acerqué a la mesa y dije mi nombre. El hombre que me atendía era el mismo que me había llamado esa mañana, ya sabía por qué estaba allí, y me repitió lo mismo que ya me había dicho por teléfono: extinguida. Pero esta vez me imprimió un documento para que lo adjuntara a una carta de reclamación que debía enviar a la Delegación Provincial a través de una oficina de correos, adonde me recomendaba llevar el sobre abierto para que antes me lo sellaran y quedara así registrada la fecha de envío. Había hecho bien en acudir a la oficina. Qué suerte poder hablar con alguien en persona. Ya no era un "no" rotundo, se abría ante mí una posibilidad de resarcimiento. Se trataba de una prueba de resistencia, no de resiliencia.
Escuché resignada la compleja lista de indicaciones que debía cumplir minuciosamente. Mi castigo por no poner atención, por ignorante u olvidadiza; por tener la cabeza llena de gorriones y ruiseñores. Sin saber cómo había renunciado a casi dos años de la prestación que me correspondía. ¿Por qué no pediste la capitalización del paro?, me preguntó el funcionario en plan condescendiente. Yo no supe qué responder. Seguro que te informaron en su momento, pero no lo recuerdas. Y yo dudé de mí. Ahora solo me quedaba pedir una rectificación y esperar la respuesta. Paciencia. A punto estaba de marcharme, de darle las gracias por su atención, cuando me asaltó una duda ingenua y decidí arriesgarme y preguntar: ¿había probado a reanudar mi prestación y el programa lo había rechazado (o simplemente no lo intentó)? Hasta ahora me había mirado a los ojos, recostado de manera relajada en el asiento. Ante mi pregunta, se enderezó y miró la pantalla del ordenador. Iba abriendo y cerrando ventanas sin decir nada. Percibí algo que me envalentonó y le pedí que me mostrara el reglamento, las excepciones, esa letra pequeña que yo no había leído.
Leer es una palabra mágica. La ley más dura se escribe en negrita, pero si no hay historia que leer, debe haber alguien que la pueda explicar. Murmuró algo, abrió una agenda y buscó un teléfono. Iba a volver a consultar, a otra persona, una subdirectora, creo. Cinco minutos después, me imprimió el justificante de mi renovación, la fecha en la que empezaría a cobrar, la cantidad que percibiría, etcétera, etcétera, etcétera... Me levanté con una sensación muy extraña, feliz y a la vez indignada. «Hay que hablar hasta con el Papa», dijo, con humor atenuaba su ineptitud. Había estado a punto de darme el día, respondí yo dócilmente (en mi cabeza el verbo era otro). Sin embargo, como soy buena persona, sonreí y salí de la oficina con ganas de abrazar a alguien, de saltar de alegría. Me paré en el supermercado, hice la compra y volví a casa con una lección aprendida. ¿Qué lección?, se preguntarán ustedes. Algo que tiene que ver con la bondad, pero también con el valor. Y qué suerte que ese día vi los prados sembrados de esmeraldas.
Enhorabuena, por tu bondad y por no tirar la toalla; por seguir tú instinto y conseguirlo 👏👏👏👏👏
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