Pioneras
Habíamos quedado un viernes por la tarde. Eran las cuatro y mientras esperábamos a que llegará el resto del grupo, pasó un vendedor ambulante y le compré por impulso dos gallinas. Fue un momento confuso, una situación casi escalofriante, me acerqué a la furgoneta a preguntar y sin saber cómo me encontré sosteniendo dos gallinas por las patas, dos seres vivos cabeza abajo que agitaban sus alas blancas tratando de zafarse de mí a picotazos. Corrí en dirección al gallinero, deseando soltarlas lo antes posible mientras por el rabillo del ojo veía cómo las chicas, que me habían acompañado en mi arrebato, dudaban entre seguirme o gritar de terror. La visión de todas aquellas gallinas hacinadas en jaulas dentro de la furgoneta provocó una angustia colectiva. Quizá me había precipitado, pero ahora ya estaba hecho, así que pedí a una amiga que pagara al hombre para no alargar el enredo. Todas nos sentimos mucho mejor cuando puso en marcha el motor y desapareció. Dos gallinas nuevas, o gallo y gallina —porque a día de hoy aún no estoy segura de qué fue lo adquirí—, se paseaban ufanas bajo nuestros pies. Desde mi punto de vista se trataba de un rescate, y aunque en el gallinero las recibieron con algún que otro picotazo hostil, hoy día son una familia bien avenida. Pero eso es otra historia.
Ese fue el primer gran acontecimiento del taller, nada que ver con la escritura, o sí, ¿quién sabe? Se nos echaba la tarde encima y seguíamos comentando la escena. Después de hacer las presentaciones tocaba improvisar una introducción al taller, y digo improvisar aunque no es totalmente cierto. Tenía montones de notas sobre los objetivos del taller, las dinámicas, frases reveladoras que había ido recogiendo de algunos de mis libros-guía, de autoras de cabecera, y estaba deseando compartir todo ello con mis amigas. Ahora abro un paréntesis para contaros algo sobre el grupo de «pioneras».
Nunca antes había impartido un taller de escritura en casa. Cuando digo «casa» me refiero a mi hogar, un lugar íntimo y particular, que a una misma le parece confortable y encantador, pero no necesariamente lo es para los demás. La semana de antes me enfrasqué en la ingrata tarea de quitar telarañas del techo y polvo de las estanterías, como si en ello me fuera la vida o el éxito del taller. Había invertido más horas en cocinar y preparar platos con productos del huerto que en el dossier de contenidos del taller. Pero era el primero, y debía ser algo especial. Me rodeé de gente querida. Si te tiras al vacío, hazlo con paracaídas, o mejor con tu cordón umbilical: personas que te nutren, que se contagian de tu entusiasmo y que suplen con respeto y amor tus limitaciones. Las pioneras tenían profesiones muy dispares y poco o nada relacionadas con la escritura; sin embargo, querían escribir. Eso es lo único que importa.
La primera práctica consistía en escribir durante diez minutos sin parar, sin pensar, dejando que las palabras engancharan el hilo (o la telaraña) de nuestro pensamiento, enredándonos sin tratar de controlar, sin pretensiones, dejándonos llevar por la inercia de las palabras. Escribir, al contrario que caminar o respirar, no es algo natural al ser humano. ¿De dónde surge esa necesidad? Las respuestas son infinitas.
«Se me ocurren muchas cosas a lo largo del día que quisiera escribir, pero luego las olvido.»
«Yo escribo cada día, me ayuda a aclarar las ideas, aunque la mayoría de las veces no lo vuelvo a leer.»
«A veces siento una necesidad imperiosa de escribir, pero las palabras me dan miedo. Lo que está escrito pesa.»
«He dejado de escribir porque hubo un momento en mi vida en que usaba la escritura como herramienta terapéutica, y me he cansado.»
«Me gusta mucho la poesía y siempre me digo: yo también podría escribir poesía, ¿por qué no?»
De pronto lo vi claro: había que desmitificar la escritura. Aprender a desmontar cualquier excusa. Escribir con o sin cuarto propio. Sin tiempo, sin miedo, sin corsé, incluso sin ganas. Escribir puede resultar terapéutico, pero no es terapia. Es un fin en sí mismo. Nos servimos de las palabras para nombrar el mundo, lo que sentimos; para comunicar nuestros deseos o nuestros miedos, también nuestras certezas. Y si sentimos el impulso de escribir, nada ni nadie debería desalentarnos. A veces simplemente nos ayuda a aclarar el pensamiento; otras, nos consuela, nos levanta. Lo que se escribe "pesa" porque materializa la experiencia, ocupa un espacio, reta al olvido, y nos transforma.
Pero, olvidemos todo esto y volvamos a las gallinas. Está demostrado científicamente que las gallinas hablan exclusivamente del aquí y el ahora. Una gallina no habla de la víspera. Una gallina no habla del día de mañana. Una gallina habla del momento presente. Si somos capaces de percibir esta inmediatez quizá llegue un momento en que escribir sea como caminar o respirar. La conciencia de estar vivo. No hay nada más.



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