Hesitation
A la hora de la siesta no hay mucho que hacer. Fuera hace demasiado calor, no corre ni un poco de brisa. Cuesta respirar, y andar bajo el plomo que cae es una hazaña que no se justifica casi con nada. Estamos dentro de casa, en la semioscuridad, mis perros y yo. Ellos acostados, derramados en el suelo, en silencio. Solo se oyen las teclas mientras escribo, una mosca encerrada en alguna habitación de la casa y a veces el motor del frigorífico. La calma es tal que da la impresión de que todo es como debe ser. La luz es tenue, el ruido, adormecedor, y el hilo de los sueños enlaza a cada ser en su inconsciencia. Yo, ser pensante, miro de vez en cuando el reloj del ordenador, no puedo evitar desesperarme ante la urgencia del tiempo. El tiempo pasa sin detenerse incluso a la hora de la siesta, aunque parezca todo en un estado latente, en espera, pausado en una imagen de claroscuros.
Durante esas tres o cuatro horas desde que he terminado de comer hasta que vuelvo al huerto para poner en marcha el riego y sacar a Flip de su aburrido redil, nunca sé qué voy a hacer. Comienzo siempre por leer. Me desparramo yo también, en el sofá verde, junto a una montaña de libros, abro uno al azar, o quizá no, quizá hay alguna motivación oculta, siempre la hay, ¿no es cierto? Y de pronto descubro que ya solo me queda una hora o algo más antes de marcharme. Entre tanto, he leído sí, pero también he levantado a Grandu para que bebiera agua; les he abierto la puerta a los perros por si necesitaban hacer pis; me he refrescado la cara un par de veces; he abierto la nevera en busca de algo dulce; he recorrido las habitaciones en busca de un lugar más fresco, he salido al patio y he vuelto a entrar para disfrutar del contraste de temperatura. Para que algo sea bueno tiene que haber algo malo con lo que comparar. Creo que esta tarde he leído una reflexión parecida en el libro de Maria Gripe, Los hijos del vidriero, en relación al cuervo de la hechicera, que al perder el ojo con el que veía la noche, la maldad, había dejado de tener pensamientos profundos.
Hoy no puedo ignorar que mi presente se tambalea. Debo tomar una decisión acerca de la vida o la muerte. Tengo que ser juez, verdugo o dios, y no quiero. He rezado para no tener que hacerlo. Miro a los ojos de mi perro y trato de descifrar lo que siente. Solo veo confianza. Ha puesto en mis manos su destino. El me reclama para que lo levante, pero no sé hacia dónde debo dirigir sus pasos tambaleantes: al cuenco del agua, al exterior, a la comida... La vida para ellos es simple. Sabe que dudo, y mete su cabeza entre mis muslos, antes era una forma de hacerme saber que quería atención. Me he sentado a su lado en el suelo y me he pasado un buen rato acariciándolo hasta que he visto que soñaba. Siempre el mismo sueño: que corre, que persigue. Cuando lo sacaba atado al parque, nada más desenganchar la correa se lanzaba en una carrera veloz, increíblemente ágil para un perro de su tamaño. Siempre pensé que tenía algún gen de galgo. «Hay cosas salvajes que han sido alteradas, pero solo hacia una apariencia de mansedumbre, no se trata de un cambio real», dice Mary Oliver en su Dog Songs.
Trato de imaginar cómo será. Me pongo en ese lugar del futuro y me alegra volver al presente y sentirlo respirar, como cuando salgo al patio y vuelvo a entrar en casa. Camino por el puente que va del presente al futuro, y a la inversa. Todavía está aquí, inmóvil o no sigue siendo mi perro grandullón. Si me levanto de la silla y lo despierto, volveré a ver su mirada melancólica de mastín. Si me siento a su lado puedo acariciar su pelo rubio, jugar con sus orejas y rascarle el cuerpo en busca de espigas ocultas en su mullido pecho. Pero no volverá a caminar delante de mí, ni ladrará cuando sienta ruido, ni se levantará indolente al oír llegar mi coche. Ni mirará de reojo mi maleta en la puerta antes de un viaje. No dará sus paseos solitarios, ni dará vueltas a mi alrededor impaciente por salir a recorrer caminos, guiándome, siempre delante. Recuerdo cuando me acompañaba en mis paseos a caballo y su esfuerzo para alcanzarme al galope. O cuando le hacía correr detrás del coche pretendiendo que me iba sin él.
Todo eso ya fue. Qué ser tan maravilloso. Fiel pero sin renunciar a su libertad. Me encanta su mansedumbre, nunca fue perro revoltoso, ni de grandes jolgorios, pero le gustaba correr y andar a su aire, sin rutas marcadas, sin tiempo preestablecido. Se perdía a propósito. Cuántas veces he vuelto sola a casa, y mucho después aparecía él, andando despacio y un poco cabizbajo, a sabiendas de la bronca que le iba a caer. Luego bebía agua ruidosamente, salpicando todo a su alrededor, y se acostaba hasta el siguiente paseo. No le gusta estar solo. Ahora que lo pienso, siempre ha buscado estar donde nosotros. Así que quizá es eso, quizá hoy parece más feliz porque no me he movido de su lado, y he estado acariciándolo sin prisa, sin urgencias, solo para él.
La veterinaria no me ha llamado, y me alegro. No hay prisa. Quizá esta tarde consiga que camine un poco y nos acerquemos despacio al borde de los olivos. El sabe que no puede moverse igual que antes, que sus patas traseras no le responden, que puede caerse y que depende de mí para levantarse. ¿Sabrá también que llega el final? ¿Cómo sé que no estoy anticipándome? No lo sé. Le pongo delante las albóndigas y las engulle como si no hubiera un mañana. No ladra pero se las ingenia para pedir ayuda cuando quiere levantarse, y soporta estoicamente las carantoñas de la cachorra. No he captado nada que me indique que esté sufriendo, entendiendo este sufrimiento como dolor físico. Porque luego está el otro dolor…
Esta tarde escuché una conferencia de Anne Carson. Hacía tiempo que la tenía guardada para una buena ocasión. ¿Cómo decía? El título era Hesitation, duda o vacilación, y partía de la observación de un cuadro de Goya sobre un misterioso perro del que solo vemos la cabeza. Decía que el perro del cuadro de Goya tiene su mirada fija en algo que nosotros no podemos ver, o en un ruido que no podemos oír. Proponía la exuberante idea de que el perro estuviera prestando atención a esa sustancia indefinida (la ausencia de límites) de la que está hecho el mundo, según Anaximandro. «Como ser humano que se enfrenta a la conciencia obcecada de los animales sigo siendo un huésped que llega tarde a la fiesta». Así es exactamente como me siento yo. Me estoy perdiendo algo para cuyo entendimiento mi pobre instinto no basta. Sigo en el umbral. «Hay un vacío que se abre alrededor de todo (...) quizá no sea mala idea dudar». Esa fue su conclusión. Porque al final, dice, al final está la ignorancia, una palabra proveniente del latín ignoscere que, aunque la mayoría lo ignoremos, significa «perdonar».
Perdóname, Grandu.




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