A ritmo de jazz
Esta noche soñé que tenía que morir. Me habían detectado un tumor en la cabeza y todo estaba programado para que me pusieran una inyección letal ese mismo día. De pronto no me parecía el momento, deseaba posponerlo. Mi argumento en contra de lo inefable era tan simple como que me quedaba algo importante por hacer.
Había sido un sueño tan real que me sentí muy aliviada y hasta feliz cuando desperté. Tardé un rato en darme cuenta de que no era yo, sino mi perro, el que estaba en ese trance. La noche de antes había desaparecido, no lo encontramos hasta muchas horas después. Se había quedado atrapado entre las piedras de una cabaña en ruinas, encima de un montón de tejas rotas y maleza. Había intentado salir, tenía heridas en las patas y parecía agotado. Lo cogí en brazos y con la ayuda de un amigo lo llevamos a casa. Pensé que era el final, que no volvería a caminar. Se relamía los labios de sed pero no alcanzaba a levantarse. Antes de irme a dormir, lo levanté y lo acerqué al agua. Bebió, no quiso comer, y se volvió a acostar.
Llega un momento en que la muerte es una amenaza tangible. Empiezas a preguntarte quién será el siguiente. El tiempo consume la vida. El calentador de gas ya no funciona, la alfombra del baño se deshace, los animales llevan contigo diez, once, catorce años… Ya está. Es una escalada inevitable, solo deseas estar preparada, pero no lo estás. Quieres imaginarte en ese otro lugar que presientes tan cerca, y mirar atrás para descubrir cómo mejorar esos últimos días en los que aún están a tu lado: más paseos, más fotos, más caricias, más mimos, tomar notas que ayuden a fijar la memoria, recordar todo lo importante mientras aún puedes mirarles a los ojos, hablarles, sentir su compañía.
Puede que esa presencia constante de la muerte sea una estrategia de la vida para hacerse valer. Así que hoy, que hace un día gris y húmedo, sin sol; silencioso y frío, me siento agradecida y casi feliz porque he podido desayunar junto al fuego, recoger la casa, regar las plantas, hablar con los vecinos, pasear con los animales, proyectar la primavera sobre el huerto, y también improvisar, posponer. La vida es continuidad, rutinas, con cambios lentos casi imperceptibles y otros bruscos, que desestabilizan y obligan a empezar de nuevo, a marcarse nuevos rumbos, a dejar atrás y seguir caminando.
Vivir inmersa en un entorno natural me hace más consciente de la fragilidad de todo, aunque la energía que se mueve a mi alrededor también es mayor. Es mayor la fuerza que encontramos dentro de nosotros para avanzar. Todo está conectado, mi sueño y el de la hierba cubierta de escarcha, y esa inercia es la que nos hace danzar juntos a un ritmo sincopado de jazz.
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