Uvas en septiembre
Ayer me encontré una paloma herida. Era pequeña, a su alrededor había plumas. Quizá consiguió escapar de las garras de un felino. Sí, lo primero que pensé fue en mi gato.
Tenía los ojos muy abiertos, dos puntos oscuros, y parpadeaban. Su cuerpo estaba caliente, aunque casi no se movía. La envolví en el relleno de un cojín que tenía en la cuerda de tender y la dejé escondida en un rincón del patio, a salvo de las hormigas. Tenía que marcharme y pensé que posiblemente cuando volviera a casa habría muerto, pero no fue así. La metí dentro y la acomodé junto a una ventana que mira a la sierra, allí tendría luz y podría ver el cielo. Con la tapa de un bote de mermelada le di de beber. Al sentir el agua abría el pico, bebió bastante y con brío, la cabeza erguida, y los ojos oscuros abiertos y vivaces. El resto del cuerpo inmóvil. Junto al ojo derecho tenía una pelusa, un revoltillo de plumón suave. Me pareció que quizá estaban pegadas a la piel. No llevaba las gafas y no traté de quitárselo por miedo a hacerle daño. La dejé tranquila y fui en busca de insectos para alimentarla. Traté de cazar una mosca. En esta época del año no es difícil verlas zumbando en los cristales de la ventana. No hubo suerte, ese día no había moscas en casa, arañas sí, y estuve tentada a agarrar una y llevársela. Entonces me entró la duda, y si no comía insectos. No tenía ni idea de lo que comen las palomas. De pequeña había criado gorriones, los pollitos que caen de los nidos en primavera. Alguno había sobrevivido alimentándolo con pan reblandecido en agua. Busqué en Internet. Las palomas comen semillas y algunas bayas. Bayas no tenía, uvas podrían servir, y tenía muchas, estábamos en septiembre y en la parra aún quedaba algún racimo. Le acerqué al pico una uva partida por la mitad, esperaba que al sentir su aroma la picoteara, que abriera el pico igual que había hecho al acercarle el agua. Pero no lo hizo. Seguía inmóvil y con su ojo oscuro mirando al infinito. Busqué en casa, tenía quinoa y semillas de lino, un cuscurro de pan duro... Desmenucé el pan y lo puse frente a ella con algunas de estas semillas. Le empujé con suavidad el pico hacia este menú degustación, pero posiblemente mi dedo gordo le resultó aterrador. Regresé con unas pinzas de depilar, probaría a abrirle el pico y meterle un trocito dentro.
Tenía la convicción atávica de que si comía sobreviviría, así que insistí. Pero ¿y si lo único que quería era que la dejara en paz? Quizá la estaba martirizando, con buenas intenciones, es cierto, pero cómo saber cuándo parar de atosigarla. Esa misma tarde vino una amiga a casa y al verla, sin pensarlo dos veces, tiró del amasijo de plumas del ojo. Todo bien. No había herida, solo un ojo igual al otro, aunque menos brillante. Más triste.
Llamé a un amigo que sabe mucho de aves, con la esperanza de que supiera qué hacer. Me pidió que le hiciera una foto. Lo hice, se la mandé y al poco me llamó. Morirá, me dijo. Lo único que puedes hacer por ella es inmortalizarla en un relato.
Hoy escribo esto en calma, sentada en una piedra de espaldas al sol. A mi lado una urraca no para de graznar. Incluso ahora que está picoteando el lomo del caballo, no pierde de vista a mi gato.
Nunca es solo una paloma |
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